Compartimos el mensaje de Cuaresma del obispo diocesano de Reconquista, monseñor Ángel José Macín, para que nos ayude vivir este tiempo de reflexión, tiempo de conversión, tiempo para prepararnos a celebrar con alegría la vida que nos ofrece Cristo Resucitado.
“Él ENJUGARÁ TODA LÁGRIMA DE SUS OJOS…”
(Ap 21,4)
La Pascua es la meta y la razón de ser de la cuaresma. En ella celebramos la resurrección de Jesucristo y la aniquilación de la muerte. No de la muerte como condición humana última. Todos sabemos que nuestra vida terrena tiene un momento de tránsito hacia lo definitivo, sino de la muerte que provoca el pecado.
No es precisamente la muerte como paso la que nos destruye y a la que tengamos que temer. La muerte provocada por la rebelión contra Dios es aquella que nos arruina. De esa muerte Cristo nos viene a liberar. San Pablo, con meridiana claridad, señala en uno de sus más antiguos escritos, que el centro de nuestra fe es la Resurrección de Cristo de entre los muertos (1 Cor 15,1-28). No hay verdad y consuelo más grandes que esta certeza.
El Apocalipsis, con un esquema de lectura de la realidad de carácter polar, lo antiguo y lo nuevo, lo caduco y lo definitivo, anuncia a su manera el triunfo de la vida sobre la muerte y la oscuridad (cf. Ap 21,1-4). Los invito a tomar este texto como referencia para el caminar cuaresmal, en el cual se nos anticipa nuestro destino definitivo y la actuación germinal de Dios en la historia. El Dios en el que confiamos es un Dios de vivos, no de muertos (cf. Mt 22,32).
1. Estas certezas permanentes e indiscutibles en la vida de un cristiano y en la vida de la Iglesia cobran gran vigencia en nuestra época. Vivimos en un clima de oscuridad y de muerte, y eso nos afecta mucho, nos condiciona y nos deprime. De diferentes maneras vivimos esta experiencia.
La pandemia producida por el COVID 19, que ha comenzado hace más de dos años, ha impactado de lleno en la mente y el corazón, en la vida psíquica y espiritual de la humanidad. Y lo sigue haciendo. La partida imprevista de muchos seres queridos, la imposibilidad de tramitar adecuadamente el duelo, el miedo a la soledad, la prolongación y la incertidumbre que nos rodean, las penurias económicas y tantas otras cosas, nos amenazan y nos trastornan, al punto de perder la serenidad y la paz y, sobre todo, la capacidad de seguir confiando en el Dios de la vida.
A esto, hay que sumarle el notable deterioro de la situación climática planetaria, que por indiscutible incidencia de la especie humana, en nuestra zona se percibe en temperaturas extremas, en la bajante histórica del Río Paraná, en la depredación irracional de especies animales y vegetales, en los incendios que azotan nuestra región en estas últimas semanas. Tristemente, todos tenemos la sensación de que la cultura de la muerte ha alcanzado también a toda la creación como nunca antes había sucedido, dando lugar a una especie de espiral de destrucción que no se termina.
Además, en estos últimos tiempos se fueron desplegando algunas corrientes culturales, concretadas luego en decisiones políticas que nos introdujeron en el reino de las penumbras. No podemos olvidar la aprobación de leyes que alientan la matanza de inocentes en nuestra patria y en otros lugares del mundo, el desprecio de la vida de los ancianos, la trata de personas, el “veneno” de la droga. Indefectiblemente, la muerte llama a más muerte. Ya lo anticipa el Salmo 42, en su tenor literal: “Un abismo llama a otro abismo” (Sal 42,7).
Para completar este sombrío cuadro, en estos días comenzó una nueva guerra, de consecuencias imprevisibles, que nos atemoriza a todos y nos duele en aquellas personas que directamente la padecen.
2. Como ya lo he expresado, estas coordenadas fatídicas también nos afectan profundamente como Iglesia, Pueblo de Dios, llamada a testimoniar la Resurrección de Cristo y la vida definitiva (cf. Documento Preparatorio del Sínodo, 5-6).
Pareciera que todo lo enumerado anteriormente nos toca de un modo especial, que no deja que podamos levantar una voz profética que pueda movilizar a todos y en especial a los actores principales de una anhelada superación, quienes con frecuencia privilegian sus intereses particulares sobre el bien común, especialmente en lo que atañe a la situación de la crisis climática planetaria. Tampoco terminamos de decidirnos por una ecología cotidiana, que pueda paliar las causas que nos podrían conducir a un eventual desastre (cf. LS 147-155).
Por otra parte, la pandemia, nos ha encerrado y recluido, ha debilitado la fe, quitándonos muchas veces el impulso evangelizador, el vigor de estar presentes con un mensaje fuerte, valiente, de esperanza y de consuelo. La pérdida de espíritu evangélico nos conduce a un repliegue en la acción pastoral, que sin embargo, se hace cada vez más urgente.
A esto tenemos que agregarle los problemas internos de la Iglesia, el descreimiento de muchos porque lamentablemente hemos caído reiteradas veces en la corrupción. El abuso de poder, el abuso de conciencia, el flagelo de los abusos sexuales generan vergüenza y desazón en el corazón de muchos.
Otra herida que sangra en la vida de la Iglesia es la falta de comunión, las divisiones que nos separan y nos quitan vitalidad evangelizadora. Claramente nuestra misión será siempre inoperante, si no testimoniamos el amor fraterno (cf. 17,20-23). La misión hunde sus cimientos en una Iglesia Sinodal.
3. Pero no nos podemos resignar. Tenemos que reaccionar desde una adhesión incondicional al Dios de la vida. Definitivamente, la Pascua de este año, y su preparación inmediata tienen que ayudarnos a quebrar este círculo vicioso. Recomenzar desde Cristo Resucitado, fundamento de nuestra fe, y desde allí afrontar con sabiduría y humildad las realidades que nos lastiman.
Concretamente, les recomiendo la oración, el silencio, la escucha, para dejar que el Señor “enjugue nuestras lágrimas” (Ap 24,4) y nos permita renovar, limpiar nuestra mirada. Solamente en el encuentro con el Resucitado se puede recomponer nuestra esperanza y nuestro espíritu misionero.
Esta experiencia de encuentro con el Señor tiene que asumir un marcado acento sinodal, no solo “aprovechando” el camino que estamos recorriendo en vistas al sínodo 2021-2023, sino redescubriendo que por el bautismo, todos hemos resucitado con Cristo, y allí se esconde el motivo de nuestra esperanza. La esperanza compartida es invencible.
Finalmente, apelando al espíritu ascético de la cuaresma, los exhorto a la austeridad que va asociada a la caridad. Revisar humildemente si necesitamos despojarnos, desprendernos de cosas superfluas, cuidar de los bienes creados en la vida cotidiana, estar más disponibles al prójimo, en nuestras familias, en nuestros barrios, en nuestros ambientes. Tal vez nos hemos llenado de tantas cosas inútiles que no vemos al hermano que llora y que sufre a nuestro lado. ¡No escuchamos el clamor de la tierra y el clamor de los pobres!
Que María Santísima, Madre de Consuelo y de Esperanza, nos aliente a realizar un camino cuaresmal comprometido, para que la Fiesta de la Pascua encienda en nosotros la alegría y el gozo de la vida que nos ofrece Cristo Resucitado.
Sede Episcopal de Reconquista, Miércoles de Cenizas de 2022.