En los últimos tramos del “Año Diocesano de los Jóvenes”, cuando comienzan a notarse algunos frutos del mismo, fundamentalmente un mayor protagonismo de chicos y chicas en las comunidades, quisiera compartir algunos pensamientos con ustedes. Los mismos pretenden ofrecer una orientación general de nuestro caminar diocesano en una etapa de discernimiento y transición en toda la Iglesia, alentando a los jóvenes a seguir creciendo en presencia y participación en la Iglesia y la sociedad, y animando a todos a renovar nuestro caminar sinodal.
En esta ocasión, y para procurar una mayor hondura en el sentido del caminar juntos (Carta Pastoral “Juntos y a la Par”, octubre 2021), propongo reavivar en nuestra Iglesia Diocesana el sentido eucarístico, expresión y al mismo tiempo, escuela de sinodalidad. Estamos asistiendo a la primera de las asambleas sinodales en Roma, y nuestra Iglesia Diocesana tiene que latir al ritmo de estos acontecimientos, y unirse espiritualmente en oración, en esta fase de intensa escucha del Espíritu, que abarcará todavía un año completo, evitando la tentación de caer en una especie de “paréntesis”, que nos detenga en el compromiso de hacer reverdecer en nuestras mentes, nuestros corazones y nuestras estructuras el estilo sinodal, y asumiendo con mayor empeño la reciprocidad y la corresponsabilidad en la misión.
1. La Eucaristía en la vida de la Iglesia
Para acompañar este reunión sinodal son necesarios de parte nuestra, entre otras cosas, diferentes tipos de oración. La Secretaría General del Sínodo está ofreciendo algunos materiales para que no permanezcamos pasivos en este tiempo de gracia. Pero, sin dudas, que la Eucaristía celebrada fervientemente, es una de las mejores formas de mantener encendida la llama sinodal. Porque en ella se refleja y se expone el sentido más profundo del caminar juntos. Un único pueblo reunido para celebrar al Señor, unido fraternalmente por el bautismo, y con diversas funciones y ministerios, de acuerdo a los dones recibidos.
La Eucaristía, lo sabemos, es fuente y culmen, es el punto de llegada y, al mismo tiempo, punto de partida de toda la vida cristiana y eclesial (cf. LG 11; CATIC 1324). De una manera silenciosa pero efectiva, la Iglesia se mantiene vinculada por medio de la celebración eucarística, ofrecida en diferentes lugares del mundo. Por ella, se renueva el memorial incruento del único sacrificio ofrecido por Jesucristo en la cruz por la humanidad.
De esta manera, la Eucaristía es expresión y, al mismo tiempo, espacio de aprendizaje de la comunión, participación y misión, los núcleos unificadores del debate sinodal, que probablemente marquen nuestros pasos a seguir como Iglesia en los próximos tiempos.
2.“Cuanto he deseado celebrar esta pascua con ustedes” (Lc 22,15)
Para redescubrir el valor de la Eucaristía en nuestras comunidades, viene al caso el último documento sobre la liturgia del Papa Francisco, denominado “Desiderio Desideravi” (DeD), una verdadera perla preciosa para cuidar el tesoro más preciado que conservamos en la tradición eclesial que es, precisamente, la Eucaristía. Recomiendo vivamente leer y estudiar esta carta apostólica en los diferentes espacios formativos de nuestra Iglesia Particular.
La novedad que introduce Francisco en este texto es considerar la Eucaristía desde la dinámica del deseo, que es el motor de la vida espiritual del cristiano. Según su mirada, el deseo se inicia y tiene su fuente en el mismo Cristo: “Cuanto he deseado celebrar esta cena con ustedes” (Lc 22,15). Cristo desea reunirse a cenar con sus discípulos. Dios, desde la eternidad, viene preparando el “banquete de bodas del Cordero” (Ap 19,9). Del mismo modo, desea seguir reuniéndose con su Iglesia Peregrina, en una reunión festiva, donde todos tengan un lugar, hasta el fin de los tiempos.
En el texto citado de Lucas (cf. Lc 22,7ss), una especial mención merece la preparación de esta cena pascual. Los dos discípulos que son enviados por Jesús a disponer lo necesario para la misma representan, de algún modo, la acción divina desde comienzos de la creación; Dios va hilvanando acontecimientos, por medio de Abraham, Moisés, los profetas y otros siervos y siervas suyos, para que madure la comida de la alianza, el encuentro, el diálogo, la fiesta. Su voluntad es reunir a sus hijos e hijas en un banquete de comunión.
En tiempos de confusión del deseo o de hipertrofia del mismo, el Santo Padre nos invita a recuperar lo más genuino de la tradición espiritual cristiana, el deseo, que explica la centralidad de la Eucaristía en la vida de la Iglesia y de los cristianos. Antes que un precepto, la Eucaristía es una invitación gratuita a la fiesta de la nueva alianza. ¡Tal vez nos hemos alejado tanto de su sentido que, de diferentes formas, hemos equivocado el modo de explicar el precepto dominical de asistir a la Misa! Debemos redescubrir el inmenso valor que está custodiando este precepto y que se nos ha oscurecido.
Jesús es quien desea reunirse con nosotros, y moviliza nuestro deseo para que también nosotros busquemos ardientemente encontrarnos con Él. Parece un lenguaje extraño, pero el deseo, que recorre transversalmente los diferentes niveles de nuestra condición humana (físico, afectivo, volitivo, intelectual y espiritual), está preparado, en última instancia para buscar a Dios y unirnos en plena comunión con Él, según lo dice el Salmista: “Tu rostro busco, Señor, no me escondas tu rostro” (Sal 27,8-9).
Al respecto, señala M. Belli que “la Eucaristía es el fruto del deseo de Cristo, que no es inmediatamente correspondido: en la última cena los discípulos no saben qué cosa está sucediendo, son alcanzados por un don que los sorprende y desborda, será necesario tiempo para comprender lo que realmente aconteció aquella tarde con relación a la cruz y al sepulcro vacío. Jesús es fuente de la eucaristía en cuanto esta es, antes que todo, un fruto del deseo. En Cristo se cumple el deseo de crear la comunión con los hombres, en la Eucaristía encontramos la clave de lectura de la entera historia bajo el signo del Padre que quiere realizar su fiesta con la humanidad” (BELI, M., Contra la hipertrofia del Deseo y del Símbolo, Cuadernos Pastores 73, 13).
Su análisis sobre la crisis del deseo es muy interesante, señalando que cuando nos desconectamos del deseo, perdemos vitalidad…o incluso el sentido de nuestra vida. La desaparición del deseo es sinónimo de muerte. Respondiendo a eso, propone atinadamente que “la hipertrofia del deseo sana dentro de la grandeza del deseo de Dios, y la hipertrofia de nuestras celebraciones sana dentro de una rica vida espiritual que nos expone al deseo de Dios” (Ibid).
3. La Iglesia hace la Eucaristía
Conocida es la expresión de un teólogo de tiempos del Concilio Vaticano II, H. de Lubac, quien formula un axioma que hasta el presente nos ilumina: “La Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace la Iglesia” (cf. De LUBAC, H., Meditatión sur l`Eglise, París, 1968, 101). En una afirmación sinodal por excelencia, este autor nos recuerda que la Iglesia, Pueblo de Dios, formado por todos los bautizados, prepara y celebra la Eucaristía, anticipando el banquete eterno. Con ofrendas espirituales agradables a Dios, cada fiel contribuye, desde su sacerdocio bautismal, a la preparación de esta gran ofrenda, consumada de una vez para siempre por Cristo en la Cruz, en su Pascua.
El sacerdocio ministerial opera sacramentalmente al servicio de esta participación existencial de los fieles, confeccionando la Eucaristía, según el llamado específico recibido, haciendo posible así que la Misa sea memoria, ofrenda, sacrificio, presencia, banquete de comunión, pan para el camino, y fuente de la misión. De esta manera, el sacerdote es constituido en la Iglesia para presidir, cuidar y custodiar la celebración eucarística, ubicándose en una posición de servicio y abriendo la participación a todos. Sacerdocio bautismal y sacramental, por lo tanto, no se oponen sino que se complementan en la realización del eterno deseo de Dios de quedarse, donándose de un modo permanente para que podamos alcanzar la vida en plenitud (cf. Jn 10,10).
4. La Eucaristía hace la Iglesia
Esta segunda parte del axioma de H. de Lubac pone el énfasis en la fontalidad e inspiración de la Eucaristía para la edificación de la Iglesia. La celebración eucarística genera la comunión, que estamos llamados a vivir los fieles, como miembros de una misma familia. La Eucaristía crea espacios para la participación de todos, y en ella, quienes la celebran no son espectadores pasivos de lo que ocurre, sino que se ven envueltos y transformados en el misterio que se realiza. Vale la pena aclarar que la palabra participación tiene un sentido muy amplio y profundo. Cuando pienso en la participación, no solamente tengo presentes a aquellas personas que tienen asignado algún ministerio. La participación es más que eso. Es sentirse y ser parte del mismo deseo de Jesús.
Siguiendo esta lógica, es evidente que también la Eucaristía es impulso para la misión, para el compromiso personal de cada cristiano a ofrecerse como hostia viva, agradable al Padre (cf. Rom 12,1ss). La Eucaristía es también punto de partida para una Iglesia misionera, enviada a anunciar el evangelio a “toda la creación” (cf. Mc 16,15), comenzando por las periferias existenciales, generadas en el marco de compleja realidad del mundo actual. De ahí que la Eucaristía sea principio indispensable para la construcción cotidiana del Reino de Dios, que entre avances y retrocesos, tiende hacia su realización definitiva.
De esta manera, Eucaristía e Iglesia, Eucaristía y Sinodalidad se implican mutuamente e interactúan para la construcción de la Iglesia, Cuerpo Real de Cristo, y para la extensión del Reino de Dios.
5. La Misa del Domingo, Pascua de la Semana
Cada celebración eucarística, en sí misma, contiene estos y muchos otros elementos, como la dimensión de memorial, que afirma nuestra identidad desde la historia, o el sacrificio, que le da sentido a nuestros dolores y sufrimientos, y que podríamos contemplar y describir. Pero sin dudas que la Eucaristía dominical es especial, es el “cardine”, el eje de toda la semana; es el signo distintivo de nuestra identidad como Iglesia, como bautizados.
Afirmaba San Juan Pablo II, en su carta sobre el domingo como día del Señor: “La asamblea dominical es un lugar privilegiado de unidad. En efecto, en ella se celebra el sacramentum unitatis que caracteriza profundamente a la Iglesia, pueblo reunido por y en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. En dicha asamblea las familias cristianas viven una de las manifestaciones más cualificadas de su identidad y de su ministerio de iglesias domésticas, cuando los padres participan con sus hijos en la única mesa de la Palabra y del Pan de vida. A este respecto, se ha de recordar que corresponde ante todo a los padres educar a sus hijos para la participación en la Misa dominical, ayudados por los catequistas, los cuales se han de preocupar de incluir en el proceso formativo de los muchachos que les han sido confiados la iniciación a la Misa, ilustrando el motivo profundo de la obligatoriedad del precepto.” (Dies Domini 6)
Y un poco más adelante, con luminosidad meridiana aclara: “Por esto en domingo, día de la asamblea, no se han de fomentar las Misas de los grupos pequeños: no se trata únicamente de evitar que a las asambleas parroquiales les falte el necesario ministerio de los sacerdotes, sino que se ha de procurar salvaguardar y promover plenamente la unidad de la comunidad eclesial” (Ibidem). Si bien la actividad pastoral convalida la celebración de la Eucaristía, en ciertas ocasiones extraordinarias como retiros, aniversarios importantes, u otras recurrencias, tenemos que estar muy atentos a no multiplicar las misas sin motivos relevantes, ya que si lo hiciéramos, estaríamos despojándola de su sentido sublime, alentando la hipertrofia del deseo eucarístico, o incluso instrumentándola para reunir personas o llenar espacios.
6. Recomendaciones Prácticas
Al entrar en este ámbito, de indicaciones más específicas, puede que queden fuera algunos aspectos importantes, según el adagio que afirma que cuando más concreta es la realidad que se describe, mayor es la indeterminación. De todas formas, algunas cosas pueden resultar importantes de recordar, para recrear entre todos la sensibilidad eucarística.
6.1. Una de las primeras recomendaciones que quisiera hacer es que nos podamos replantear el valor que le damos a la Eucaristía, a su celebración. Algunos opinan que la pandemia ha alejado a numerosos cristianos de la Misa Dominical. En principio, parece una observación acertada. Pero entiendo que las razones de la disminución en la participación de los fieles en la misma son más profundas. La mundanidad que nos afecta ha ido mellando poco a poco su valoración. La multiplicidad de acontecimientos que la vida social propone, hace que la misa pierda imperceptiblemente su espacio. Incluso conviene señalar la sutil filtración del peligroso espíritu de comodidad, que lleva a relativizar la presencia física propia y del hermano/a, adhiriendo virtualmente a comunidades “elegidas a la carta”. No quisiera quitarle importancia el enorme servicio que los medios digitales ofrecen a personas imposibilitadas para vivir presencialmente la Misa. Pero esto no rige para quien pudiendo participar presencialmente, busca el camino más fácil.
Es así que la desorientación o hipertrofia del deseo hace que busquemos motivaciones espurias o superficiales, sin descubrir la verdadera orientación del mismo hacia la vida plena. Incluso resulta contradictorio, que personas que trabajan en espacios eclesiales con dedicación y compromiso, no descubran la necesidad de la Eucaristía Dominical. Será tarea de sacerdotes y laicos revisar en cada comunidad las motivaciones que se proponen para que los fieles puedan revalorizar el sentido de la misma, y también su organización práctica.
6.2. Otra recomendación tiene que ver con la preparación, la predisposición con que vivimos la Eucaristía. Comenzando por el cuidado de la limpieza, el orden y el silencio previo a la celebración en la Eucaristía. La sacristía, por ejemplo, no debiera constituirse en un depósito de escobas y basureros. O un espacio práctico para apilar las sillas. La sacristía es el ámbito donde los ministros se preparan para su ministerio, y así ayudar a vivir fructuosamente el momento central de la semana. Se trata de una cuestión de sentido común, sabiendo que la austeridad o la pobreza de medios no nos exime del decoro y la dignidad. Esto, obviamente, debiera aplicarse de acuerdo a las características y espacios de cada templo.
Por otra parte, sería bastante parcial nuestra mirada si solo nos quedáramos con los aspectos materiales. La preparación a la Eucaristía, fundamentalmente se da por la promoción del deseo de los fieles para participar y la conciencia de la predisposición interior. La conciencia, lugar y espacio sagrado de cada persona, es el ámbito privilegiado en el cual cada creyente decide cómo va a participar de la Eucaristía. En esto puede ayudar la lectura previa de los textos que se van a proclamar en la celebración, la oración personal, la llegada al templo un rato antes del comienzo de la misa, para sintonizar su deseo con el deseo del Señor. Y por supuesto, el sacramento de la Reconciliación, recordando que el Pan y el Vino que compartimos no es comida para perfectos, sino para pecadores.
Los lugares, días y horarios son otro tema para reflexionar y discernir juntos. Pienso que, con sensibilidad espiritual, tenemos el delicado desafío de adaptar los tiempos al ritmo de vida de la gente, para facilitar la participación. Pero con una importante salvedad: no correspondería resignar el valor de la misa por una excesiva, aunque genuina consideración de los tiempos de los fieles. Si realmente creemos que la Eucaristía es el momento principal de la semana, algunas renuncias tenemos que exigir y aceptar. Por otra parte, no pocas veces, cierto “capillismo enquistado”, produce un achicamiento de horizontes, que nos llevan a multiplicar celebraciones eucarísticas a pocas cuadras de distancia, mientras otros sectores más alejados de nuestra diócesis tienen una misa al mes, o ni siquiera eso.
6.3. En cuanto al momento de la celebración de la Eucaristía, muchas cosas se podrían señalar. Recordemos algunas como la participación de los fieles en los diferentes ministerios, el cuidado del canto litúrgico, de acuerdo a las posibilidades de cada comunidad, la solvencia y adecuada preparación de quien tiene la responsabilidad de guiar la celebración o de realizar algún otro ministerio, evitando extensas introducciones que despojan a la celebración de su peso específico propio, o leyendo una interminable lista de intenciones, al comienzo de la misma o en la oración de los fieles, que le quita agilidad al discurrir del momento. Basten estas puntualizaciones a modo de ejemplo para considerar otros detalles.
Un párrafo aparte merece el acercamiento paciente de los niños para su participación en la celebración Eucarística. Es evidente que la catequesis aparece como un espacio en el que se puede ayudarlos a que vaya creciendo la sensibilidad eucarística en su corazón. Otra iniciativa pastoral que no podemos descuidar es el acompañamiento de grupos de monaguillos, quienes le dan un tono especial al servicio litúrgico, al tiempo que casi sin darse cuenta, van descubriendo el maravilloso misterio que celebran y al cual están llamados a servir. Pendiente tenemos todavía la promoción de actividades que puedan educar a los adolescentes y jóvenes en la perseverancia del deseo eucarístico.
6.4. En tal sentido, tenemos que prestar atención al después de la celebración eucarística. Cada uno personalmente. Y también como comunidad. De la Eucaristía brota la misión, una misión que es corresponsabilidad de todos, en un lenguaje sinodal. No me detengo en pormenores, pero este aspecto es fundamental, para que nuestras prioridades pastorales –familia, jóvenes, pobres-, sean inspiradas en la Palabra y los gestos eucarísticos. Pienso concretamente en la familia, Iglesia doméstica, como escuela eucarística, en el protagonismo de los jóvenes, en el lugar privilegiado de los pobres y pecadores en nuestras celebraciones, siguiendo el ejemplo de Jesús (cf. Lc 5,27-32). También los organismos diocesanos, parroquiales, de las capillas, movimientos, grupos y asociaciones deben inspirarse y renovarse continuamente a la luz de lo que celebramos.
6.5. En relación a la presencia real de Cristo en la Eucaristía, la exposición del Santísimo para su adoración es un don que la Iglesia diocesana ha adquirido desde hace algunas décadas, y es mi intención seguir alentando este espacio donde tantos fieles encuentran consuelo y resuelven su vida. Ante el sagrario, nuestra vida se ve tocada por el amor transformador de Cristo muerto y resucitado. Cuando adoramos al Señor presente en el Santísimo Sacramento expuesto por tiempos prolongados, reconocemos la centralidad de Dios en nuestra vida y podemos abrir nuestro corazón a la gracia sin límites. Allí, mediante la adoración silenciosa, Dios renueva en nosotros el deseo del encontrarlo.
Sin menoscabo del valor indiscutible que tiene la adoración eucarística ante el Santísimo Sacramento, solicito a quienes llevan adelante estas propuestas de cuidar que esta práctica no oscurezca la celebración comunitaria de la misa, porque en la armoniosa articulación de los misterios de nuestra fe, la Eucaristía es, ante todo, memorial del único sacrificio de Cristo; como consecuencia de ello, se da la presencia real de Cristo Resucitado que perdura en el pan consagrado, para llevarlo a quienes no pueden participar de la celebración y para adorarlo por el don de su amor de permanecer en la Hostia Consagrada. A modo de ejemplo sobre algunos riesgos en este tema, indico que no podría un cristiano, sin alejarse de la fe de la Iglesia, quedarse adorando a Jesús en el Santísimo Sacramento, mientras se celebra la misa en el mismo templo.
6.6. Finalmente, quisiera añadir un párrafo sobre la íntima relación que vincula la Eucaristía con la caridad. De la Eucaristía deriva la caridad en la Iglesia y en cada cristiano, mediante el pasaje de lo sacramental a lo existencial, a la vida cotidiana y concreta. Al Cristo Vivo que enciende nuestro deseo, que se da en el pan partido y compartido, lo tenemos que reconocer después en el hermano o hermana necesitados (cf. Mt 25,40). Todos en la Iglesia estamos llamados a esta concreción de lo celebrado. La Caritas es la manera organizada, mediante la cual expresamos esta realidad. No se puede separar la liturgia de la caridad, haciendo de la primera un mero evento ritualizado y de la segunda una forma mediocre de asistencia social.
7. Conclusión
Evidentemente, ante el Misterio de nuestra Fe, mis palabras y comentarios resultan insuficientes. Cualquier intento de este tipo lo será. Porque el punto de acceso más apropiado para la “comprensión” de la Eucaristía es el acceso mistagógico, esto es, se conoce y se aprende a vivir la misa, celebrándola, participando activa y regularmente de la misma.
De todas formas, espero que estas reflexiones, además de recrear la cultura eucarística en nuestras comunidades, sean una ocasión para revisar nuestras prácticas y, especialmente, a conectar de un modo intenso, Eucaristía y camino sinodal.
Hoy celebramos la memoria de San Ignacio de Antioquía, obispo y mártir. Ya cercano a su martirio, escribía a los Romanos: “Trigo de Cristo soy: seré molido por los dientes de las fieras a fin de llegar a ser pan de Cristo” (Ignacio de Antioquia, Carta a los Romanos, IV). Que este testigo admirable de la grandeza de la Fracción del Pan, y de su vinculación profunda con la entrega de nuestra vida, nos abra el camino hacia una nueva primavera de la vida eucarística y sinodal en nuestra Diócesis.
Y que María Santísima, quien llevó en su seno al Hijo de Dios hecho carne, nos ayude a redescubrir y valorar la Eucaristía como el sustento de la vida de la Iglesia, Memorial del único sacrificio de Cristo y anticipo del Banquete Celestial, según las palabras de su Hijo: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo lo resucitaré en el día final” (Jn 6,54).
Sede Episcopal de Reconquista, 17 de octubre de 2023, memoria litúrgica de San Ignacio de Antioquía, Obispo y Mártir.
+ Mons. Ángel José Macín
Obispo de Reconquista