“A VINO NUEVO, ODRES NUEVOS” (Mc 2,22)
Marcados por diferentes y sencillas iniciativas hemos transitado la celebración de los sesenta años de la creación de Diócesis de Reconquista, nuestra querida Iglesia Particular. La cuaresma nos vuelve a poner en la senda de lo ordinario, de lo cotidiano, recordándonos el llamado de Dios a ser sus discípulos, a ser comunidad, a ser Pueblo de Dios peregrino; este llamado nos estimula a continuar renovando nuestra vida y nuestros esquemas y estrategias pastorales; y sobre todo, nos impulsa una vez más a la misión, a ser una Iglesia en salida, con Espíritu renovado, con ánimo alegre y entusiasta. 1.
Volver al camino habitual no significa perder de vista la novedad. Es preciso iluminar la experiencia cotidiana con la buena nueva de Jesús. La clave para una vida nueva y diferente está siempre en el encuentro personal con el Señor, en la irrupción de su amor en nuestro corazón. Como nos recomienda el Evangelio de Mateo, que proclamamos el Miércoles de Ceniza, la oración personal, silenciosa, es el espacio privilegiado donde el Padre del Cielo nos permite experimentar su amor y su misericordia. Luego, la oración litúrgica, en particular la escucha de la Palabra, complementa y lleva a plenitud esa vivencia que se produce en lo más íntimo y secreto de nuestro corazón (cf. Mt 6,6) 2.
La consecuencia inmediata de un auténtico vínculo con el Señor se traduce en la conversión, tanto personal como pastoral. La misma, siendo un desafío permanente, ocupa un lugar decisivo en este tiempo litúrgico cuaresmal. Después de ser alcanzados por el amor de Dios, el principio de la conversión es la toma de conciencia de nuestra realidad, el reconocimiento de la misma, de nuestros pecados y de nuestras miserias. “Tú no desprecias un corazón contrito y humillado”, reza el salmista (Sal 50,17).
Es evidente que la cuaresma no es un ejercicio periódico de autoreferencialidad voluntarista, o un simple “service” que hacemos a nuestra condición de cristianos, para cambiar algunas cositas y seguir adelante. Es más bien un tiempo de sinceramiento, de apertura y confianza en ese Dios que nos ilumina, y desde quien tratamos de ver cómo estamos viviendo a nivel personal, familiar, comunitario, parroquial, diocesano. No podemos cerrar la mirada y el corazón a las cosas que pasan y que nos pasan. No vivimos un tiempo fácil y muchos de los problemas que nos aquejan y de los males que padecemos, son responsabilidad nuestra. No caigamos en la tentación de justificar los problemas en la Iglesia y en la sociedad mediante argumentos que tiendan a depositar la responsabilidad en los demás, o en causas lejanas y difusas. Si bien esto existe, es necesario comenzar por cada uno y por nuestra comunidad. Siendo honestos, tenemos que admitir que lo más peligroso y destructivo para una fe madura es la carencia de una vida cristiana íntegra, según reza el mandato de Yahvé a Abraham: “Camina en mi presencia y se perfecto” (Gn 17,1). Dicho de otro modo: el vino nuevo ya está entre nosotros; es urgente renovar los recipientes.
Este contexto complejo, sin embargo, no tiene que aniquilar nuestra esperanza. No somos ni los mejores ni los peores. No somos un modelo, pero tampoco somos un desastre. Somos humanos, pecadores y lo tenemos que aceptar. La clave está en abrirnos a la gracia del perdón, y de un cambio profundo en nuestras vidas. Un cambio de mentalidad. Un cambio decisivo en nuestro estilo o nuestro modo de vivir. Quizá, hace algunos años, con el nombre de cristianos y alguna acción piadosa alcanzaba. En esta época, no es suficiente con parecer buenos cristianos. Se necesita asumir esa condición con entrega incondicional. Solamente esta experiencia de seguimiento radical al Señor nos abre el camino a la verdadera alegría. 3.
Cercanos al II Encuentro Nacional de Jóvenes, a realizarse en Rosario hacia finales de Mayo próximo, y con la mirada puesta en la Asamblea Sinodal de Octubre, a celebrarse en Roma, la dimensión misionera tiene que fijar su mirada especialmente en los jóvenes, como destinatarios y protagonistas de esta nueva etapa que estamos comenzando a transitar como Iglesia Particular. Quisiera que, sin descuidar las demás prioridades pastorales, familia y pobres, pusiéramos una especial atención para que nuestros jóvenes se “enganchen”, se “conecten” con Jesús, encontrando en Él un sentido nuevo para sus vidas, como lo expresaba con gran transparencia el Papa Francisco, citando a San Alberto Hurtado, en su reciente visita a Chile. La clave de conexión a Jesús es que cada joven se pregunte “¿qué haría Jesús en mi lugar?” (Francisco, Mensaje a los jóvenes chilenos…). 4.
Por último, la cuaresma tiene como meta la celebración del Misterio Pascual, en el cual revivimos la muerte y resurrección del Señor, y la efusión del Espíritu, que se realiza en Pentecostés, plenitud de la Pascua. Con estas celebraciones, los invito a iniciar una etapa de revitalización del “Espíritu” que tiene que animar nuestra vida cotidiana y nuestra acción pastoral. Sin la certeza del Resucitado y la acción del Espíritu, nos somos nada y no podemos llevar adelante las acciones que pretendemos realizar y seguir la senda que pretendemos recorrer, y a la cual el Señor nos convoca con renovado entusiasmo y compromiso. Espero ser claro en esto: “El amor de Cristo nos apremia” (2 Cor 5,14). La consigna es testimoniar al Resucitado. No nos podemos conformar con “perfumar un cadáver” (cf. L. Gera, Meditaciones Sacerdotales, 85).
Que María Inmaculada, y San José, a quien recordaremos durante el camino cuaresmal, intercedan por nosotros y nos animen con su testimonio a confiar en la fuerza transformadora de la Pascua.
Mons. Ángel José Macín
Obispo de la Diócesis de Reconquista