La carta la envió a RADIO AMANECER Ornela Fabrissín, nieta del ya desaparecido físicamente Omar “Camello” Fabrissín. Ornela cuenta que hace dos meses falleció su hijo, y con motivo de esa pérdida, escribió una carta abierta para que todos tomen conciencia de las carencias de nuestro sistema de salud.
Ornela ya había publicado la carta en su facebook el 17 de noviembre último con motivo del “Día del Prematuro”. A continuación, la carta y la imagen que publicó.
LOS NIÑOS NO DEBEN MORIR DE DOLOR
“Esta carta es una carta escrita desde el corazón, desde el corazón de una Mamá que luchó desde que quedó embarazada con el único objetivo de ver a su hijo feliz, de poder compartir con él una vida más o menos “normal” o, aunque sea, poder compartir una vida sin que importe a cuánto haya que enfrentarse. Ese hijo, esperado con tanto amor, pero también con tanto miedo se llamó: Mateo.
Desde los 4 meses de gestación supe que tenía una patología “rara” del embarazo con riesgo de vida si no era tratada como correspondía. En ese momento, el embarazo dejó de ser una etapa feliz, y comenzó a ser una etapa de viajes, de controles constantes, de estudios de todo tipo. Por supuesto, todo en Buenos Aires porque los mismos médicos te dicen: “ni loca te quedes acá”. Y así, una noche, pasó lo único que no tenía que pasar. El miedo pasó a ser terror.
La ansiedad pasó a ser angustia. Y así fue como un 29 de enero, entre ambulancias y avión sanitario de por medio, a las 31 semanas de gestación, nació Mateo, con 1.700 kgs en Buenos Aires.
Mi vida corría riesgo, pero Mateo no necesitaba más que un poco de oxígeno para ayudar a sus pulmones y crecer. Crecer todo lo que le faltó crecer en la panza. A Mateo lo conocí ya con una semana de vida, él estaba bien. Parecía tan frágil, tan chiquito, tan indefenso y dejarlo en una incubadora solito era el dolor más grande que podía sentir. Nadie sabe el verdadero sentido de la palabra fortaleza, hasta que ser fuerte es la única opción. Y créanme que para las mamás que pasamos por Neo o por una unidad de terapia intensiva pediátrica, esa frase es la que más nos representa. No somos fuertes por nosotras, somos fuertes por y para ellos.
Mateo pasó 90 días en Neo. Días buenos, días regulares, días malos y días muy malos.
En la Neo me hice amigas para toda la vida, aunque, tal vez nunca nos volvamos a ver. Mujeres fuertes, mujeres que lucharon para ser mamá. A los 17 días de vida de Mateo, antes de entrar a la sala de Neo me estaba esperando la jefa de la unidad, la miré y sabía sin que me diga nada que algo había pasado, algo que no era bueno. Mateo se había descompensado y le estaban haciendo estudios para ver qué tenía.
Desde ese día la angustia sobrepasaba cualquier límite, la incertidumbre de no saber que tenía Mateo, pero que algo no andaba bien. Su panza duplicaba su cuerpo, su respiración y ritmo cardiaco se alteraban, su color era extraño y ya no te apretaba el dedo como señal de que nos sentía ahí. Volvió a la incubadora, con mucho calor porque no podía mantener su calor corporal de manera autónoma, también necesitaba una ayudita para respirar mejor, una sonda para que drene todo lo que su estómago no podía tolerar y quedó entre una de las primeras incubadoras, esas incubadoras, ese lugar donde están los bebes que necesitan más control, que se pueden descompensar en cualquier momento. Y ahí fue cuando empezó nuestra mayor lucha, cuando sabíamos que algo no andaba bien. Yo sentía que podía con todo aunque el dolor me matara, aunque sentía cada pinchazo como si me lo hicieran a mí.
A los 54 días de vida y sin un diagnóstico de qué era lo que Mateo tenía, decidieron hacerle una cirugía y explorar su abdomen. Tenía una obstrucción intestinal que no salía en los estudios, pero que estaba ahí. Luego de unas horas de cirugía, ese cuerpito de tan solo 2 kilos volvió a la Neo, a la parte de cuidados más intensivos. Evolucionaba bien, aunque sus intestinos necesitaban recuperarse porque había salido de la cirugía con un osteoma, que es un pedacito de intestino que sale por el costado derecho de la panza y funciona para eliminar desechos. En ese momento, dejé de ser una mamá que cambiaba pañales y tuve que aprender a limpiar una bolsita de colostomía. Me daba miedo, me daba impresión, no quería lastimarlo y no quería pensar en la posibilidad de llevármelo a casa con “eso”.
Finalmente, cerca de los 3 meses a Mateo lo volvieron a operar para cerrar el osteoma y que pueda llevar una vida “normal”. A los 89 días de vida por fin llegó el momento, nos íbamos a casa. El reencuentro con mi hija fue el sentimiento de alegría más enorme que podía sentir, estábamos juntos… los 4, Mamá, Papá, Maite y Mateo. La pesadilla se había terminado, ya no nos teníamos que extrañar más, ya no iba a haber más viajes. Basta de distancia.
A los 6 meses de vida, y gracias a una excelente profesional, la Dra. Marta Wagner (que no solo se preocupó por la salud de Mateo, sino que tuvo con él un trato tan cariñoso como si fuese de la familia) descubrimos que Mateo tenía 4 sub oclusiones intestinales, lo que le había generado una grave desnutrición que, en ese momento, se transformó en una bomba de tiempo.
No era urgente, pero había que solucionarlo. A los 6 meses lo operaron para solucionar este problema, sin embargo, esa operación no funcionó y volvieron a realizarle esta vez una ileostomía que era la única solución para su problema y para estudiar qué era lo que Mateo tenía, mientras pensábamos que era solo una consecuencia de su prematurez.
Como consecuencia de esa cirugía, Mateo sufrió un neumotórax bi-pulmonar (se le pincharon los pulmones) lo que le generó, a su vez, tres paros cardiacos. Tuvieron que colocarle unos tubos pleurales para que sus pulmones logren expandirse nuevamente. Necesitó ayuda mecánica para que sus pulmones obtengan oxígeno, y asistencia farmacológica para que su corazón pueda latir. En ese momento, escuché lo que ninguna mamá que tenga un hijo enfermo quiere escuchar: “Quédate, porque no creemos que salga de esto”. Sin embargo, a los dos días,
Mateo movía sus pies, sus manos y reaccionaba visualmente. Comenzó a necesitar menos ayuda para respirar y su corazón comenzaba a normalizarse. Solo quedaba esperar los daños de ese episodio. Asombrosamente no quedó daño de ningún tipo.
Luego de dos meses en terapia intensiva, volvimos a casa, Mateo ileostomizado, con una sonda naso gástrica para poder alimentarse y un montón de medicamentos. Pero nos íbamos a casa, y nos íbamos bien. Aprendimos a utilizar una bomba de alimentación, a cómo darnos cuenta si una sonda naso gástrica estaba bien colocada, primeros auxilios en caso de que se ahogue, aprendimos a curar las heridas que
Pero él, siempre con una sonrisa, siempre feliz, un ejemplo de lucha. Retomamos sus actividades en el Siret, donde siempre, pero siempre fue un placer asistir, y donde sacaron a Mateo adelante. Y de a poco consiguió todo eso que algunos pensaron que nunca iba a conseguir: dejó de necesitar la sonda naso gástrica, aprendió a gatear, después a caminar, y si no fuese por el pequeño detalle de la ileostomía, nadie podría haber creído su historia.
Muchas veces me dijeron “cómo te la bancas”, “qué fortaleza…” “¿no te cansa? ¿Cómo haces?” Y saben qué, el amor nunca cansa, el amor te hace mover cielo y tierra con tal de que esa mini personita esté bien. El amor a un hijo puede transformarte en un tornado donde vas cargando con todo, todo aquello que tenés que arrastrar para que tu hijo esté bien. No hay cansancio, no hay vida propia, no tenés tiempo para arreglarte mucho, pero tenés amor, tenés una sonrisa que parece que no se da cuenta de la fuerza que tiene, de las batallas que ganó.
Mateo, hasta el año y medio fue sometido a otras intervenciones, todas en relación a su ileostomía, que presentó inconvenientes debido a estar en crecimiento constante, aprender a caminar, a correr y tener una vida activa. Gracias a uno de estos inconvenientes, conocimos el Sanatorio del Niño en la ciudad de Rosario, donde siempre recibimos una excelente atención.
Ahí conocimos al Dr. Carlos Canto, un excelente profesional y persona. Siempre trató a Mateo con mucho cariño y trabajó e investigó su caso con la pasión de quien ama su profesión. Luego
de varios viajes, varios estudios y con la certeza de que el problema intestinal de Mateo era por haber nacido prematuro, decidimos cerrar su ileostomía. Sería la última cirugía. Todo salió perfecto, y Mateo, a pesar de estar en terapia intensiva, respondía genial. Pasaron los días, salió de terapia, fue a una habitación común, comenzó a comer. Su recuperación cumplió con las expectativas y antes de lo esperado volvimos a casa. Aprovechamos a hacer todo lo que antes nos costaba un poco más, las tardes en la plaza eran lo mejor, volver llenos de arena. Total ahora nos podíamos bañar la cantidad de veces que quisiéramos, y la bolsita ya no era un problema.
El 3 de septiembre luego de una tarde de jugar, hacer mandados y estar súper bien, Mateo se quedó dormido a las 18 hs y a las 20 hs se despertó llorando de dolor. Yo sabía que era su panza, algo había pasado. Se notaba que sentía mucho dolor. Fuimos a la guardia del
Sanatorio, y como en ningún lugar hay guardia pediátrica, te la tenés que jugar. En el sanatorio lo único que le hicieron fue una placa que “se veía fea”. Lo mejor era trasladarlo urgente.
Siempre hay burocracias que hay que sortear para lograr un traslado. Mientras tanto Mateo gritaba de dolor, pero un grito que yo nunca se lo había escuchado, ni en sus peores días. Te partía el alma. Le pusieron un suero, reliverán y NADA MÁS. Ni análisis, ni control, ni un monitoreo. Monitoreo simple que deberían tener en cualquier centro médico, para mínimamente ver cómo están los latidos, la saturación. Algo básico.
La ambulancia de “UNIDAD INTENSIVA” llegó a media noche, salimos rápido sin mayores comentarios de la doctora de guardia: el “nene está mal”. Ahora, y hoy a la distancia yo me pregunto: ¿Si un médico ve que un nene “está mal”, dejan que se lo lleven así, que el problema pase a ser del personal de traslado? No sé, es un interrogante que me hago hoy, un poquito más de dos meses después, que me resuena en la cabeza y por eso intento plasmar un poco mis sentimientos en este relato.
Durante el traslado, estando el médico y la enfermera a bordo, mi pareja, que llevaba alzado a Mateo, se da cuenta que algo no estaba bien, su corazón había dejado de latir. El único tipo de reanimación que Mateo recibió fue manual, no había nada más para asistirlo en la
“unidad de traslado de terapia intensiva”. Llegamos a Vera y Pintado donde tampoco había mucho más para reanimarlo, y de ahí seguimos viaje a Crespo, donde no tenían para intubarlo.
Seguimos rumbo a San Justo, donde sí tenían lo que se necesitaba para reanimar a Mateo, pero ya era muy tarde.
Desde afuera y ya sabiendo lo que nos esperaba, escuché al médico de guardia preguntando “¿A quién se le ocurre trasladar a un bebé en este estado y sin ningún tipo de soporte? ¡Eso no se hace!”. El resto no necesito detallarlo mucho. Ahí estaba mi luchador, en una camilla, duro, frio, muerto. Su sonrisa pícara se convirtió en unos labios lilas. Sus ojos grandes, llenos de luz, quedaron entre cerrados, secos, sin brillo. Me detuve en sus manitos, esas que nunca más me iban a volver a abrazar, y ahí supe que se murió con él un pedazo de mi alma.
Reconquista y Avellaneda son mi experiencia, pero creo que nos podemos referir del mismo modo a todo el norte de la provincia de Santa Fe, donde la medicina no está preparada para algo que exceda lo “Normal”. Y no me refiero a los profesionales de la salud, me refiero a la infraestructura, a la tecnología, a las políticas de salud, a la falta de protocolos, a la falta de controles que las “instituciones” (yo las llamaría empresas) deberían tener respecto a los requisitos que deben cumplir y al servicio que ofrecen, que en la mayoría de los casos NO ES
GRATUITO. Así, varias cosas más que podría enumerar.
Esta carta tiene por único objetivo que aunque sea una o dos personas puedan reflexionar acerca del sistema de salud que tenemos. Mateo murió de dolor, y no es justo que ningún niño muera de dolor. No es justo que la vida se termine y no se nos mueva nada.
¿Tan jodidos estamos como sociedad que un niño se muere porque “no llegó”? Ese no llegó significa un montón de cosas: no llegó a un lugar que pueda ser bien atendido; no llegó a manos de un médico que se la juegue porque sabe que la vida vale; no llegó aunque sea a tener una muerte digna, porque la muerte de niños sucede, pero los niños no deben morir de dolor, como murió mi hijo.
A los responsables de la salud de nuestros niños principalmente les quiero decir:
SÍ necesitamos guardias pediátricas.
SÍ necesitamos protocolos de actuación en los centros sanatoriales. Es vergonzoso que alguien quede librado a la suerte y criterio del médico de guardia que le toca, ya que muchas veces, si les llega algún caso complicado, buscan la manera de desligarse.
SÍ necesitamos las inversiones necesarias para que se respeten los derechos de las personas enfermas.
SÍ necesitamos que las empresas de traslados brinden lo que ofrecen. Si se ofrece una unidad de traslado de terapia intensiva, por favor brinden ese servicio, sino no lo ofrezcan.
Trasladan vidas, no mercadería.
SÍ necesitamos gobernantes en todos los niveles que se comprometan con el servicio de salud que se brinda, principalmente a los niños. Me indigné muchísimo cuando la Ministra de
Salud Andrea Uboldi dijo que “Las guardias pediátricas no son una urgencia”. Yo no necesito que me lo cuenten, yo lo viví y sé que SÍ necesitamos guardias pediátricas las 24hs.
NO necesitamos un sistema de salud que sólo se ocupe de los “sanos”. Necesitamos un sistema de salud con lo necesario para atender personas enfermas, personas que sufren, familias que sufren. Una persona “sana”, en todo caso, es más fácil de atender.
Tanto la enfermedad como la muerte no distinguen clases sociales, hoy le tocó a mi hijo, pero desde el lugar de cada uno cumplamos con nuestros roles de ciudadanos. Seamos conscientes que a cualquiera le puede tocar “NO LLEGAR”.
Por último, GRACIAS: a mi familia completa; a mi Mamá que estuvo en todo y se encargó de todo lo que yo no pude con su amor siempre incondicional; a mi Papá que se
transformó en mi compañero de viaje y mi amigo; a mi hija Maite que creció, maduró y se bancó todo sin quejarse, amando sin condiciones a su hermano; a mi pareja que luchó a la par mía; a Mari, la niñera de Mateo, que aprendió a ser niñera, enfermera y segunda mamá; a mis amigas, a mis compañeros de trabajo que me aguantaron todo el tiempo que necesité, a las mamás que conocí que quedaron en mi corazón; a cada uno de los que me dió una palabra de aliento. Gracias, al Sanatorio del niño de Rosario, y en especial al Dr. Carlos Canto; a la Dra. Marta Wagner, quien siempre estará en mi corazón; al personal del Sanatorio Sagrado Corazón de Santa Fe; a los ángeles de la NEO del Sanatorio Finochietto de Buenos Aires; al pediatra de cabecera de Mateo, el Dr. Rodrigo Fernandez; a las chicas de Siret que siempre nos trataron con mucho amor, en especial a Juli; y a cada uno que nos hizo sentir que esto lo íbamos a ganar.
Lamentablemente no fue así, Mateo no se cansó, no quería morirse, amaba la vida y era feliz. Esta carta es por él, ojalá a alguien se le mueva un poco el corazón y entienda a las mamás que sufrimos por nuestros hijos y algo, aunque sea un poco, empiece a cambiar.
Mi rompecabezas nunca más va a volver a estar completo, perdí a mi príncipe azul, perdí a mi pequeño guerrero.
Señores y señoras de la salud, el cielo no necesita más ángeles, luchemos por un mejor sistema de salud. Que las grandes ciudades no sigan siendo el monopolio de la buena atención médica”.
Ornela Fabrissín