Migrantes y refugiados: hombres y mujeres que buscan la paz

  1. Un deseo de paz

Paz a todas las personas y a todas las naciones de la tierra. La paz, que los ángeles anunciaron a los pastores en la noche de Navidad [1], es una aspiración profunda de todas las personas y de todos los pueblos, especialmente de aquellos que más sufren por su ausencia, y a los que tengo presentes en mi recuerdo y en mi oración. De entre ellos quisiera recordar a los más de 250 millones de migrantes en el mundo, de los que 22 millones y medio son refugiados. Estos últimos, como afirmó mi querido predecesor Benedicto XVI, «son hombres y mujeres, niños, jóvenes y ancianos que buscan un lugar donde vivir en paz» [2]. Para encontrarlo, muchos de ellos están dispuestos a arriesgar sus vidas a través de un viaje que, en la mayoría de los casos, es largo y peligroso; están dispuestos a soportar el cansancio y el sufrimiento, a afrontar las alambradas y los muros que se alzan para alejarlos de su destino.

Con espíritu de misericordia, abrazamos a todos los que huyen de la guerra y del hambre, o que se ven obligados a abandonar su tierra a causa de la discriminación, la persecución, la pobreza y la degradación ambiental.

Somos conscientes de que no es suficiente sentir en nuestro corazón el sufrimiento de los demás. Habrá que trabajar mucho antes de que nuestros hermanos y hermanas puedan empezar de nuevo a vivir en paz, en un hogar seguro. Acoger al otro exige un compromiso concreto, una cadena de ayuda y de generosidad, una atención vigilante y comprensiva, la gestión responsable de nuevas y complejas situaciones que, en ocasiones, se añaden a los numerosos problemas ya existentes, así como a unos recursos que siempre son limitados. El ejercicio de la virtud de la prudencia es necesaria para que los gobernantes sepan acoger, promover, proteger e integrar, estableciendo medidas prácticas que, «respetando el recto orden de los valores, ofrezcan al ciudadano la prosperidad material y al mismo tiempo los bienes del espíritu» [3]. Tienen una responsabilidad concreta con respecto a sus comunidades, a las que deben garantizar los derechos que les corresponden en justicia y un desarrollo armónico, para no ser como el constructor necio que hizo mal sus cálculos y no consiguió terminar la torre que había comenzado a construir[4].

  1. ¿Por qué hay tantos refugiados y migrantes?

Ante el Gran Jubileo por los 2000 años del anuncio de paz de los ángeles en Belén, san Juan Pablo II incluyó el número creciente de desplazados entre las consecuencias de «una interminable y horrenda serie de guerras, conflictos, genocidios, “limpiezas étnicas”» [5], que habían marcado el siglo XX. En el nuevo siglo no se ha producido aún un cambio profundo de sentido: los conflictos armados y otras formas de violencia organizada siguen provocando el desplazamiento de la población dentro y fuera de las fronteras nacionales.

Pero las personas también migran por otras razones, ante todo por «el anhelo de una vida mejor, a lo que se une en muchas ocasiones el deseo de querer dejar atrás la “desesperación” de un futuro imposible de construir» [6]. Se ponen en camino para reunirse con sus familias, para encontrar mejores oportunidades de trabajo o de educación: quien no puede disfrutar de estos derechos, no puede vivir en paz. Además, como he subrayado en la Encíclica Laudato si’, «es trágico el aumento de los migrantes huyendo de la miseria empeorada por la degradación ambiental» [7].

La mayoría emigra siguiendo un procedimiento regulado, mientras que otros se ven forzados a tomar otras vías, sobre todo a causa de la desesperación, cuando su patria no les ofrece seguridad y oportunidades, y toda vía legal parece imposible, bloqueada o demasiado lenta.

En muchos países de destino se ha difundido ampliamente una retórica que enfatiza los riesgos para la seguridad nacional o el coste de la acogida de los que llegan, despreciando así la dignidad humana que se les ha de reconocer a todos, en cuanto que son hijos e hijas de Dios. Los que fomentan el miedo hacia los migrantes, en ocasiones con fines políticos, en lugar de construir la paz siembran violencia, discriminación racial y xenofobia, que son fuente de gran preocupación para todos aquellos que se toman en serio la protección de cada ser humano [8].

Todos los datos de que dispone la comunidad internacional indican que las migraciones globales seguirán marcando nuestro futuro. Algunos las consideran una amenaza. Os invito, al contrario, a contemplarlas con una mirada llena de confianza, como una oportunidad para construir un futuro de paz.

  1. Una mirada contemplativa

La sabiduría de la fe alimenta esta mirada, capaz de reconocer que todos, «tanto emigrantes como poblaciones locales que los acogen, forman parte de una sola familia, y todos tienen el mismo derecho a gozar de los bienes de la tierra, cuya destinación es universal, como enseña la doctrina social de la Iglesia. Aquí encuentran fundamento la solidaridad y el compartir» [9]. Estas palabras nos remiten a la imagen de la nueva Jerusalén. El libro del profeta Isaías (cap. 60) y el Apocalipsis (cap. 21) la describen como una ciudad con las puertas siempre abiertas, para dejar entrar a personas de todas las naciones, que la admiran y la colman de riquezas. La paz es el gobernante que la guía y la justicia el principio que rige la convivencia entre todos dentro de ella.

Necesitamos ver también la ciudad donde vivimos con esta mirada contemplativa, «esto es, una mirada de fe que descubra al Dios que habita en sus hogares, en sus calles, en sus plazas [promoviendo] la solidaridad, la fraternidad, el deseo de bien, de verdad, de justicia» [10]; en otras palabras, realizando la promesa de la paz.

Observando a los migrantes y a los refugiados, esta mirada sabe descubrir que no llegan con las manos vacías: traen consigo la riqueza de su valentía, su capacidad, sus energías y sus aspiraciones, y por supuesto los tesoros de su propia cultura, enriqueciendo así la vida de las naciones que los acogen. Esta mirada sabe también descubrir la creatividad, la tenacidad y el espíritu de sacrificio de incontables personas, familias y comunidades que, en todos los rincones del mundo, abren sus puertas y sus corazones a los migrantes y refugiados, incluso cuando los recursos no son abundantes.

Por último, esta mirada contemplativa sabe guiar el discernimiento de los responsables del bien público, con el fin de impulsar las políticas de acogida al máximo de lo que «permita el verdadero bien de su comunidad» [11], es decir, teniendo en cuenta las exigencias de todos los miembros de la única familia humana y del bien de cada uno de ellos.

Quienes se dejan guiar por esta mirada serán capaces de reconocer los renuevos de paz que están ya brotando y de favorecer su crecimiento. Transformarán en talleres de paz nuestras ciudades, a menudo divididas y polarizadas por conflictos que están relacionados precisamente con la presencia de migrantes y refugiados.

  1. Cuatro piedras angulares para la acción

Para ofrecer a los solicitantes de asilo, a los refugiados, a los inmigrantes y a las víctimas de la trata de seres humanos una posibilidad de encontrar la paz que buscan, se requiere una estrategia que conjugue cuatro acciones: acoger, proteger, promover e integrar [12].

«Acoger» recuerda la exigencia de ampliar las posibilidades de entrada legal, no expulsar a los desplazados y a los inmigrantes a lugares donde les espera la persecución y la violencia, y equilibrar la preocupación por la seguridad nacional con la protección de los derechos humanos fundamentales. La Escritura nos recuerda: «No olvidéis la hospitalidad; por ella algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles» [13].

«Proteger» nos recuerda el deber de reconocer y de garantizar la dignidad inviolable de los que huyen de un peligro real en busca de asilo y seguridad, evitando su explotación. En particular, pienso en las mujeres y en los niños expuestos a situaciones de riesgo y de abusos que llegan a convertirles en esclavos. Dios no hace discriminación: «El Señor guarda a los peregrinos, sustenta al huérfano y a la viuda» [14].

«Promover» tiene que ver con apoyar el desarrollo humano integral de los migrantes y refugiados. Entre los muchos instrumentos que pueden ayudar a esta tarea, deseo subrayar la importancia que tiene el garantizar a los niños y a los jóvenes el acceso a todos los niveles de educación: de esta manera, no sólo podrán cultivar y sacar el máximo provecho de sus capacidades, sino que también estarán más preparados para salir al encuentro del otro, cultivando un espíritu de diálogo en vez de clausura y enfrentamiento. La Biblia nos enseña que Dios «ama al emigrante, dándole pan y vestido»; por eso nos exhorta: «Amaréis al emigrante, porque emigrantes fuisteis en Egipto» [15].

Por último, «integrar» significa trabajar para que los refugiados y los migrantes participen plenamente en la vida de la sociedad que les acoge, en una dinámica de enriquecimiento mutuo y de colaboración fecunda, promoviendo el desarrollo humano integral de las comunidades locales. Como escribe san Pablo: «Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios» [16].

  1. Una propuesta para dos Pactos internacionales

Deseo de todo corazón que este espíritu anime el proceso que, durante todo el año 2018, llevará a la definición y aprobación por parte de las Naciones Unidas de dos pactos mundiales: uno, para una migración segura, ordenada y regulada, y otro, sobre refugiados. En cuanto acuerdos adoptados a nivel mundial, estos pactos constituirán un marco de referencia para desarrollar propuestas políticas y poner en práctica medidas concretas. Por esta razón, es importante que estén inspirados por la compasión, la visión de futuro y la valentía, con el fin de aprovechar cualquier ocasión que permita avanzar en la construcción de la paz: sólo así el necesario realismo de la política internacional no se verá derrotado por el cinismo y la globalización de la indiferencia.

El diálogo y la coordinación constituyen, en efecto, una necesidad y un deber específicos de la comunidad internacional. Más allá de las fronteras nacionales, es posible que países menos ricos puedan acoger a un mayor número de refugiados, o acogerles mejor, si la cooperación internacional les garantiza la disponibilidad de los fondos necesarios.

La Sección para los Migrantes y Refugiados del Dicasterio para la Promoción del Desarrollo Humano Integral sugiere 20 puntos de acción [17] como pistas concretas para la aplicación de estos cuatro verbos en las políticas públicas, además de la actitud y la acción de las comunidades cristianas. Estas y otras aportaciones pretenden manifestar el interés de la Iglesia católica al proceso que llevará a la adopción de los pactos mundiales de las Naciones Unidas. Este interés confirma una solicitud pastoral más general, que nace con la Iglesia y continúa hasta nuestros días a través de sus múltiples actividades.

  1. Por nuestra casa común

Las palabras de san Juan Pablo II nos alientan: «Si son muchos los que comparten el “sueño” de un mundo en paz, y si se valora la aportación de los migrantes y los refugiados, la humanidad puede transformarse cada vez más en familia de todos, y nuestra tierra verdaderamente en “casa común”» [18]. A lo largo de la historia, muchos han creído en este «sueño» y los que lo han realizado dan testimonio de que no se trata de una utopía irrealizable.

Entre ellos, hay que mencionar a santa Francisca Javier Cabrini, cuyo centenario de nacimiento para el cielo celebramos este año 2017. Hoy, 13 de noviembre, numerosas comunidades eclesiales celebran su memoria. Esta pequeña gran mujer, que consagró su vida al servicio de los migrantes, convirtiéndose más tarde en su patrona celeste, nos enseña cómo debemos acoger, proteger, promover e integrar a nuestros hermanos y hermanas. Que por su intercesión, el Señor nos conceda a todos experimentar que los «frutos de justicia se siembran en la paz para quienes trabajan por la paz» [19].

Vaticano, 13 de noviembre de 2017.

Memoria de Santa Francisca Javier Cabrini, Patrona de los migrantes.

Francisco

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